070209 -
Richard Dawkins - Traducción:
Gabriel Rodríguez Alberich
La gente hace muchas cosas en nombre de Dios. Los
irlandeses se vuelan los unos a los otros en su nombre. Los
árabes se vuelan en su nombre. Los imanes y los ayatolás oprimen
a la mujer en su nombre. Los papas y sacerdotes en celibato
trastornan la vida sexual de la gente en su nombre. Los shohets
judíos le rajan la garganta a los animales en su nombre. Los
logros de la religión en la historia (las sangrientas cruzadas,
los inquisidores torturadores, los conquistadores genocidas, los
misioneros destructores de culturas, la resistencia impuesta
legalmente a toda verdad científica hasta el último momento) son
aun más impresionantes.
¿Y a qué ha ayudado todo esto? Creo que está quedando cada vez
más claro que la respuesta es absolutamente a nada. No hay razón
para creer en la existencia de ningún tipo de dios, y buenas
razones para creer que no existen y nunca han existido. Todo ha
sido una enorme pérdida de tiempo y de vidas. Sería un chiste de
proporciones cósmicas si no fuera tan trágico.
¿Por qué cree la gente en Dios? Para la mayoría de la gente, la
respuesta es todavía una versión del antiguo Argumento del
Diseño. Contemplamos la belleza y la complejidad del mundo: el
aerodinámico batir del ala de una golondrina, la delicadeza de
las flores y de las mariposas que las fertilizan, la
hormigueante vida existente en una gota de agua de estanque a
través de un microscopio, la copa de una secuoya gigante a
través de un telescopio. Nos reflejamos en la complejidad
electrónica y la perfección óptica de nuestros propios ojos, que
son los que miran. Si tenemos algo de imaginación, estas cosas
nos llevan a un sentimiento de respeto y reverencia. Por otra
parte, no podemos dejar de impresionarnos por la obvia semejanza
entre los organismos vivientes y los diseños cuidadosamente
planificados de los ingenieros humanos. Este argumento fue
expresado en la famosa analogía del relojero del sacerdote del
siglo XVIII William Paley. Aunque no supieras lo que es un
reloj, el carácter obviamente diseñado de sus ruedas dentadas y
muelles, y de cómo se engranan para un propósito, te forzarían a
concluir "que el reloj debe tener un hacedor: que tiene que
haber existido, alguna vez, y en algún lugar, un inventor o
inventores que lo construyeron para el propósito que le
encontramos; que comprendían su construcción, y diseñaron su
uso." Si esto es cierto para un reloj relativamente simple,
¿cuánto más lo será para el ojo, el oído, el riñón, el codo y el
cerebro? Estas estructuras bellas, complejas, intrincadas y con
un propósito obvio tienen que tener su propio diseñador, su
propio relojero (Dios).
Así decía el argumento de Paley, y es un argumento que casi
todas las personas pensativas y susceptibles acaban por
descubrir en algún momento de su infancia. A lo largo de casi
toda la historia, debe haber sido una verdad completamente
convincente y autoevidente. Y ahora, como resultado de una de
las revoluciones intelectuales más sorprendentes de la historia,
sabemos que es falso, o al menos superfluo. Sabemos que el orden
y el aparente propósito del mundo viviente ha aparecido mediante
un proceso completemente distinto, un proceso que trabaja sin
necesidad de ningún diseñador y que básicamente es consecuencia
de unas leyes físicas muy simples. Es el proceso de la evolución
por selección natural, descubierto por Charles Darwin e,
independientemente, por Alfred Russel Wallace.
¿Qué tienen en común todos los objetos que parecen haber tenido
un diseñador? La respuesta es su improbabilidad estadística. Si
encontramos una piedra transparente pulida en forma de lente por
el mar, no concluímos que debe haberla diseñado un óptico: las
leyes físicas pueden lograr este resultado sin ayuda; no es tan
improbable que simplemente "haya ocurrido". Pero si encontramos
una lente compuesta, corregida cuidadosamente contra la
aberración esférica y cromática, con un filtro para la luz
brillante, y con las palabras "Carl Zeiss" grabadas en la
montura, sabemos que no puede haber aparecido por casualidad. Si
coges todos los átomos de la lente compuesta y los juntas al
azar bajo la influencia de las leyes de la física, es
teóricamente posible que, por pura casualidad, los átomos formen
el patrón de una lente compuesta de Zeiss, e incluso que los
átomos de alrededor de la montura queden de manera que aparezca
grabado el nombre de Carl Zeiss. Pero el número de otras
posibilidades en las que podrían quedar los átomos es tan
enorme, vasto e inconmensurablemente grande que podemos
despreciar completamente la hipótesis de la casualidad. La
casualidad no cuenta como explicación.
Por cierto, esto no es un argumento circular. Puede parecer
circular porque se podría decir que cualquier disposición de los
átomos es muy improbable. Como se ha dicho con anterioridad,
cuando una bola cae sobre una hoja de césped particular en un
campo de golf, sería absurdo exclamar: "De todos los miles de
millones de hojas de césped en los que podría haber caído, la
bola ha caído justamente sobre ésta. ¡Qué asombrosa y
milagrosamente improbable!" Aquí la falacia es, por supuesto,
que la bola tenía que caer en alguna parte. Sólo podemos
asombrarnos de la improbabilidad del suceso si lo especificamos
a priori: por ejemplo, si un hombre con los ojos vendados gira
sobre sí mismo en el tee, golpea la bola al azar, y logra un
hoyo en uno. Eso sería realmente asombroso, porque el objetivo
de la bola se especifica de antemano.
De los trillones de formas que hay de juntar los átomos de un
telescopio, sólo una minoría funcionaría realmente de manera
útil. Sólo una pequeña minoría tendría el nombre de Carl Zeiss
grabado, o, de hecho, cualquier palabra de cualquier lenguaje
humano. Ocurre lo mismo con las piezas de un reloj: de todos los
miles de millones de formas que hay de juntarlas, sólo una
pequeña minoría dará la hora o hará algo útil. Y, por supuesto,
lo mismo ocurre, a posteriori, con las partes de un cuerpo
viviente. De las trillones de trillones de maneras que hay de
juntar las partes de un cuerpo, sólo una minoría infinitesimal
podría vivir, buscar comida, comer y reproducirse. Cierto, hay
muchas formas de estar vivo (al menos diez millones de formas si
contamos el número de especies distintas que hay en la
actualidad) pero, haya las formas que haya de estar vivo, ¡es
seguro que hay muchísimas más formas de estar muerto!
Podemos concluir con seguridad que los seres vivos son demasiado
complicados (demasiado improbables estadísticamente) para que
hayan aparecido por pura casualidad. ¿Cómo, pues, han aparecido?
La respuesta es que la casualidad tiene que ver en esta
historia, pero no un acto individual y monolítico de casualidad.
En cambio, se ha dado uno tras otro en secuencia, una larga
sucesión de pequeños pasos casuales, cada uno lo suficientemente
pequeño para que sea un producto creíble de su predecesor. Estos
pequeños pasos de casualidad están causados por las mutaciones
genéticas, cambios al azar (errores de hecho) en el material
genético. Estos cambios producen alteraciones en la estructura
del cuerpo. La mayoría de estos cambios son letales y llevan a
la muerte. Una minoría de ellos resultan ser ligeras mejoras,
que llevan a un aumento de la supervivencia y la reproducción. A
través de este proceso de selección natural, esos cambios
azarosos que resultan ser beneficiosos acaban por extenderse en
la especie y se convierte en la norma. La escena queda ahora a
la espera de otro pequeño cambio en el proceso evolutivo.
Después de, digamos, un millar de estos pequeños cambios, cada
uno de los cuales proporciona la base para el siguiente, el
resultado final se ha hecho, por proceso de acumulación,
demasiado complejo para que haya aparecido en un acto individual
de casualidad.
Por ejemplo, es teóricamente posible que aparezca, de un simple
golpe de suerte, un ojo de la nada: digamos de la piel desnuda.
Es teóricamente posible en ese sentido que la receta se haya
escrito en la forma de un gran número de mutaciones. Si todas
estas mutaciones ocurrieran simultáneamente, podría aparecer un
ojo de la nada. Pero, aunque es teóricamente posible, es
inconcebible en la práctica. La cantidad de suerte implicada es
demasiado grande. La receta "correcta" implica cambios en un
número enorme de genes simultánemente. La receta correcta es una
combinación particular de cambios entre trillones de
combinaciones de cambios igualmente probables. Podemos descartar
con seguridad una coincidencia tan milagrosa. Pero es
perfectamente plausible que el ojo moderno haya aparecido a
partir de algo casi igual al ojo moderno pero no del todo: un
ojo un poquito menos elaborado. Con el mismo argumento, este ojo
un poquito menos elaborado apareció a partir de un ojo un
poquito menos elaborado aún, etcétera. Si suponemos un número
suficientemente grande de diferencias suficientemente pequeñas
entre cada etapa evolutiva y su predecesora, podemos derivar un
ojo complejo a partir de la piel desnuda. ¿Cuántas etapas
intermedias podemos postular? Eso depende de con cuánto tiempo
podemos tratar. ¿Ha habido suficiente tiempo para que se
desarrollen ojos de la nada mediante pequeños pasos?
Los fósiles nos dicen que la vida se ha desarrollado en la
Tierra desde hace más de 3.000 millones de años. Es casi
imposible para un hombre imaginar una cantidad de tiempo tan
inmensa. Natural y afortunadamente, tendemos a percibir nuestra
propia vida como un periodo de tiempo bastante largo, aunque
raramente vivamos un siglo. Hace 2.000 años que vivió
Jesucristo, un periodo de tiempo suficientemente largo para
confundir la diferencia entre historia y mito. ¿Puedes imaginar
un millón de veces ese periodo? Supón que queremos escribir toda
la historia en un largo rollo de papel. Si metiéramos toda la
Historia en un metro de rollo, ¿cuánto ocuparía la parte del
rollo destinada a la Prehistoria, desde el principio de la
evolución? La respuesta es que la parte del rollo dedicada a la
Prehistoria se extendería desde Milán a Moscú. Piensa en las
implicaciones que esto tiene en la cantidad de cambio evolutivo
que cabría en todo ese tiempo. Todas las razas domésticas de
perro (pekineses, perros de lanas, perros de aguas, San
Bernardos y Chihuahuas) han surgido a partir de lobos en un
periodo de tiempo que se mide en cientos o como mucho miles de
años: no más de dos metros en el trayecto de Milán a Moscú.
Piensa en la cantidad de cambio implicado en el tránsito de un
lobo a un pekinés; ahora multiplica esa cantidad de cambio por
un millón. Si lo miras de esa manera, parece más fácil creer que
un ojo puede desarrollarse de la nada poco a poco.
Se hace necesario para satisfacer nuestra existencia que todas
las partes intermedias en la ruta evolutiva, digamos desde la
piel desnuda hasta el ojo moderno, tienen que haberse favorecido
por la selección natural; haber sido una mejora con respecto a
su predecesor en la secuencia o al menos haber sobrevivido. No
tiene sentido pensar que teóricamente existe una cadena de
partes intermedias casi imperceptiblemente diferentes, si muchos
de esos individuos intermedios han muerto. A veces se arguye que
las partes de un ojo tienen que estar todas presentes o el ojo
no funcionaría en absoluto. Medio ojo, dice el argumento, no es
mejor que ningún ojo. No puedes volar con medio ala; no puedes
oír con medio oído. Por tanto no puede haber existido una serie
de partes intermedias hasta el ojo, ala u oído modernos.
Este tipo de argumento es tan ingenuo que uno sólo puede
preguntarse cuáles son los motivos subconscientes para querer
creer en él. Es obviamente falso que medio ojo sea inútil. Los
que padecen de cataratas cuyos cristalinos han sito extirpados
quirúrjicamente no ven bien sin gafas, pero están mucho mejor
que la gente que no puede ver nada. Sin cristalino no puedes
enfocar detalladamente una imagen, pero puedes evitar chocar con
obstáculos y detectar la sombra amenanzante de un depredador.
Con respecto al argumento de que no se puede volar con medio
ala, es refutado por un gran número de animales planeadores,
incluyendo a mamíferos de muchos tipos, lagartos, ranas,
serpientes y calamares. Muchos tipos distintos de animales
arbóreos tienen membranas de piel entre sus articulaciones que
son realmente medio alas. Si te caes de un árbol, cualquier
membrana de piel o aplanamiento del cuerpo que aumente el área
de tu superficie puede salvarte la vida. Y, sean como sean de
grandes tus membranas, siempre tiene que haber una altura
crítica tal que, si te caes de un árbol desde esa altura,
habrías salvado la vida con sólo un poquito más de superficie.
Entonces, cuando tus descendientes hayan desarrollado esa
superficie extra, podrán salvar sus vidas con sólo un poquito
más de superficie, si se caen de un árbol a una altura
ligeramente superior. Y así, mediante una sucesión
imperceptiblemente gradual de pasos, cientos de generaciones
después, aparecen alas completas.
Los ojos y las alas no pueden aparecer de una vez. Eso sería
como tener la casi infinita suerte de dar con la combinación que
abre la caja fuerte de un gran banco. Pero si giras las ruedas
de la cerradura al azar, y cada vez que te acercas un poco al
número afortunado la puerta de la caja fuerte hace un crujido,
¡no tardarías en abrir la puerta! Esencialmente, ése es el
secreto de cómo la evolución por selección natural logra lo que
antes parecía imposible. Las cosas que no pueden derivarse
plausiblemente de predecesores muy diferentes pueden derivarse
plausiblemente de predecesores sólo ligeramente diferentes.
Teniendo una serie suficientemente larga de predecesores
ligeramente diferentes, podemos derivar cualquier cosa a partir
de cualquier otra cosa.
La evolución, pues, es teóricamente capaz de hacer el trabajo
que, érase una vez, parecía ser una prerrogativa de Dios. Pero
¿existe alguna prueba de que la evolución haya existido
realmente? La respuesta es sí; las pruebas son abrumadoras. Se
encuentran millones de fósiles exactamente en el sitio y
exactamente a la profundidad que deberíamos esperar si la
evolución fuese cierta. No se ha encontrado ni un solo fósil en
un lugar donde la evolución no sea capaz de explicarlo, aunque
esto podría haber pasado fácilmente. Un fósil de mamífero en
rocas tan antiguas que los peces aún no habían aparecido, por
ejemplo, sería suficiente para refutar la teoría de la
evolución.
Los patrones de distribución de los animales y plantas en los
continentes e islas del mundo es exactamente lo que esperaríamos
si se hubieran desarrollado a partir de ancestros comunes
mediante un proceso lento y gradual. Los patrones de semejanza
entre los animales y plantas es exactamente lo que deberíamos
esperar si algunos fueran primos entre ellos, y otros fueran
primos más distantes. El hecho de que el código genético sea el
mismo en todas las criaturas vivientes sugiere abrumadoramente
que todas son descendientes de un único ancestro. La evidencia
de evolución es tan convincente que la única manera de salvar la
teoría de la creación es suponer que Dios colocó deliberadamente
enormes cantidades de pruebas para hacer que pareciese que la
evolución fuese real. En otras palabras, los fósiles, la
distribución geográfica de los animales, etcétera, son todos un
gigante truco de timador. ¿Alguien quiere adorar a un Dios capaz
de tal fraude? Es seguro mucho más reverente, y más sensato
científicamente , aceptar el significado literal de la
evidencia. Todos los seres vivos son primos unos de otros,
descendientes de un ancestro remoto que vivió hace más de 3.000
millones de años.
El Argumento del Diseño ha sido pues destruido como razón para
creer en Dios. ¿Hay muchos más argumentos? Algunos creen en Dios
por lo que dicen es una revelación interior. Tales revelaciones
no son siempre edificantes pero parecen sin duda reales al
individuo implicado. Muchos habitantes de manicomios tienen la
fe interior de que son Napoleón o Dios mismo. El poder de esas
convicciones es indudable para los que las tienen, pero esto no
es razón para que el resto de nosotros les creamos. De hecho, ya
que esas creencias son mutuamente contradictorias, no las
creemos en absoluto.
Hay algo más que debe decirse. La evolución por selección
natural explica muchas cosas, pero no pudo empezar de la nada.
No podría haber empezado hasta que apareciese algún tipo de
reproducción y herencia. La herencia moderna está basada en el
código del ADN, que es de por sí demasiado complicado para que
apareciese espontáneamente mediante una casualidad individual.
Esto parece significar que tuvo que haber existido un sistema
hereditario anterior, ahora desaparecido, que era lo
suficientemente simple para que apareciese por casualidad por
las leyes de la química, y que proporcionó el medio en el que
pudo dar comienzo una forma primitiva de selección natural
acumulativa. El ADN fue un producto posterior de esta selección
acumulativa. Antes de esta original forma de selección natural,
hubo un periodo en el que los compuestos químicos se formaron a
partir de elementos más simples, siguiendo las conocidas leyes
de la física. Antes de eso, todo fue construido a partir del
hidrógeno puro como consecuencia inmediata del big bang, el
suceso que inició el universo.
Existe la tentación de argumentar que, aunque Dios puede no ser
necesario para explicar la evolución de orden complejo una vez
que el universo comenzó con sus leyes fundamentales de la
física, sí necesitamos a Dios para explicar el origen de todas
las cosas. Esta idea no le deja mucho trabajo a Dios: sólo hizo
estallar el big bang, se sentó y esperó a que pasara todo. El
físico-químico Peter Atkins, en su libro maravillosamente
escrito La Creación, postula un Dios perezoso que se esforzó por
hacer lo menos posible para iniciarlo todo. Atkins explica cómo
todo suceso en la historia del universo resulta, por simple ley
física, de su predecesor. Así reduce el trabajo que el perezoso
creador necesitaría realizar y finalmente concluye que, de
hecho, ¡no habría necesitado hacer nada en absoluto!
Los detalles de la etapa primordial del universo pertenecen al
reino de la física, mientras que yo soy un biólogo, más
relacionado con las etapas posteriores de la evolución de la
complejidad. Para mí, la cuestión importante es que aunque el
físico necesite postular un mínimo irreductible que tuvo que
estar presente en el inicio, para que el universo pudiera
comenzar, ese mínimo irreductible es ciertamente extremadamente
simple. Por definición, las explicaciones que surgen de premisas
simples son más plausibles y más satisfactorias que las
explicaciones que tienen que postular comienzos complejos y
estadísticamente improbables. ¡Y es difícil conseguir algo más
complejo que un Dios Todopoderoso!